|
By E.J.B. |
Es invierno. Al otro lado de las ventanas de la clase, una calle transitada y un gimnasio acristalado que deja ver un numeroso grupo de alumnos en plena sesión de
spinning. Estoy embutida, junto a treinta y tres dieciséisañeros (que media hora antes estaban en la clase de educación física) en treinta y cinco metros cuadrados de aula. El aire es irrespirable. Abro la ventana. Un delicioso aire fresco se mece en mi cara y acaricia mi ojerosa mirada. El rebaño no se ha percatado aún de mi presencia. Suele pasar en este grupo. Soy invisible. Estan sentados sobre las mesas o de pie, formando irregulares círculos, y hablan, cantan o gritan todos a la vez, en un tono excesivamente elevado para permitir que mi voz -poco potente- se abra paso entre los efluvios de voces, sudor y mal aliento. Pero el sutil oleaje de frío acaba por alcanzar a alguien, que exclama:
-¡Hace frío! ¡Cerrad la ventana!
Buscando el origen de la corriente de aire, me encuentran. Mi expresión delata que estoy sumamente ofendida. Mis ojos echan chispas. Poco a poco, las figuras se colocan en sus pupitres; los grupos y el palabreo se disipan.
Cierro la ventana y consigo esbozar algo parecido a una sonrisa.
-Como debéis recordar, el lunes hablamos de...